Ferrandiz.

Las noches se hacían frías y húmedas. Las rejas de la ventana goteaban agua, aunque no hubiera llovido. Alfonsito pegaba la nariz al cristal helado y entornaba los ojos para mirar entre las rendijas de las persianas. Todo estaba blanco, cubierto de rocío. La cercanía del mar siempre impedía la nieve.

Después de oler a café negro, tostadas con aceite de oliva y sardinas arenque, salía a las afueras de la casa. Blanco. Las telarañas entre la hierba formaban figuras geométricas espectaculares con las gotitas minúsculas del rocío, como si fueran collares de perlas. Sentía que estaba vivo. Me fascinaba ver cómo el aire caliente de mis pulmones se condensaba en el frío de la mañana. Humo. Yo echaba humo como un dragón.

Volvía a entrar en casa. Aquella mañana era especial. Aunque faltaba una noche para la Nochebuena, ya tenía mis regalos de Reyes, escondidos en secreto para que los vecinos no los vieran. Solo podía sacarlos el 6 de enero, pero yo ya los tenía.

Uno de ellos eran unos prismáticos de verdad, no de plástico como los de los Hermanos Perea. Olían al silicato que traían para no humedecerse, y mi madre y yo nos escondíamos detrás de la ventana para ver a mi padre llegar desde lejos. En aquellos días, soñaba con inventar algo parecido a lo que hoy conocemos como la webcam. Mi idea era tender un hilo entre dos vasos de yogur para hablar con mi padre y verlo con los prismáticos. Pero necesitaba varias personas que mantuvieran tenso el hilo durante la conversación, y nadie se ofrecía.

El otro regalo era un libro: Guía del firmamento, las estrellas y los planetas. Era precioso, pero no entendía mucho. Solo los mapas de las pastas me fascinaban. Por las noches, salía al patio, bien abrigado, y a escondidas comenzaba a escudriñar el cielo con los prismáticos. Mis padres me acercaron al cielo gracias a la óptica.

La Nochebuena era un evento familiar. Mi tía y mi abuela llegaban, y la casa olía a pestiños. Mientras tanto, yo me quedaba embobado viendo Heidi en blanco y negro en la tele. La cena era sencilla pero especial: huevos duros con mayonesa, un pimiento morrón y una anchoa. Me encantaba el colorido patriótico del plato. Puede parecer una tontería, pero para mí era un manjar. Aún hoy, cada vez que lo preparo, recuerdo a mi madre y las cosas que le gustaban. De esa manera, tengo muchas Nochebuenas al año.

Esa noche dormía mal, en una cama mueble, no en la mía. Pero al estar más cerca del suelo, Mipe, mi perro, se subía a mis pies y dormía conmigo.

Al día siguiente ya era Navidad. No había Papá Noel; somos andaluces, aquí mandan los Reyes Magos, digan lo que digan. Salía a la calle a jugar, a cambiar tebeos de Mortadelo y Filemón con mi vecino, a corretear, a jugar al trompo y a leer mis pequeños libros de la editorial Bruguera bajo el sol.

Hoy, cuando recuerdo aquellos días, me doy cuenta de que he crecido. He ganado mucho, pero también he perdido. Me gusta la Navidad. Soy cristiano y tengo claro lo que representa: el nacimiento de Jesús, el libertador, que cada año trae luz a la humanidad, crece y nos regala las Bienaventuranzas, para hacernos a todos iguales y traernos el Reino. Por eso me entristece el montaje comercial que han hecho de la Navidad.

Me duele esta época, no por su significado, sino por los días que faltan, por las ausencias. Lo siento, pero no puedo ser completamente feliz. ¿Qué es la Navidad sin mi abuela? ¿Sin mi madre? He pasado dos Navidades recientes en hospitales. Sin embargo, allí te das cuenta de que, a pesar de todo, la gente intenta ser feliz. Incluso con la enfermedad, se sonríe. Los adultos enfermos se ilusionan y hasta lloran cuando llegan los Reyes Magos. Recuerdo cómo a mi hermana le regalaron una radio, y cómo el hospital ofrecía comidas especiales y una cestita con polvorones y dulces. El Servicio Andaluz de Salud se porta muy bien en esos momentos.

En fin, haré de tripas corazón y sacaré una sonrisa desde lo más profundo de mi alma, algo en lo que me he vuelto experto, para vivir la Navidad lo mejor posible. Qué remedio. O te subes al tren, o te quedas abajo.

Gracias a quienes me leen pacientemente. Que paséis una Nochebuena maravillosa.

La navidad de antes. Alfonso. 24 de diciembre de 2008.

Nota: 22 de diciembre de 2024. A mi hermana le quedaban dos meses de vida, a mi padre no se lo había llevado la COVID y mi tía Pepi vivía aún. Pero a pesar de todo, en 2024, sigue siendo navidad y tendremos, tendréis, una Nochebuena maravillosa.

Ferrandiz

María dio el grito que abrió las puertas del mundo.
Era verano. La conjunción brillaba sobre el cielo.
En el establo, nació Enmanuel.
Nació rey.
Pudo haber nacido en palacio.
Pero ya sabemos lo que le ocurren a las gentes que viven en palacio.
El nació en el establo y nació rey.
Nació para crecer. Para hacerse niño.
Para perderse en el templo.
Para encontrar en el río a aquél que saltó en el vientre de su madre.
Para recorrer las aldeas buscando a sus amigos.
Para hacer feliz a mamá en una boda.
Para en la montaña, anunciar que otro mundo es posible.
Para multiplicar pan y peces.
Para a latigazos, poner orden en la Iglesia de entonces.
Para contarnos cuentos de justicia social.
Para enseñarnos a compartir mientras cenamos.
Para enseñarnos a hablar con el Padre Nuestro de todos y de todas.
Para tener miedo como nosotros.
Para morir como nosotros.
Y para resucitar como nosotros.
María parió al rey.
Era verano. Y aún hoy, si no míralo por las tardes,
la conjunción,
Venus y Júpiter,
sigue brillando en el cielo.

Ferrandiz

por alfard

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